Nacimiento e infancia

Doña Inés de Zúñiga y Velasco (401), era bisnieta por el lado materno, de don Juan Alonso de Guzmán, VI Duque de Medina Sidonia y hermano de don Pedro de Guzmán (402), I Conde de Olivares. Prima de su marido, su genealogista Juan Alonso Martínez Calderón podía decir, lleno de satisfacción, que “participa, de la misma manera que el Conde, de 2664 líneas de estirpes reales y 169 de santos que se han ajustado en cabeza del Conde”. Doña Inés era hija de don Gaspar de Acevedo y Zúñiga, V Conde de Monterrey (403), fue “grande caballero, ministro y santo, pues habiendo sido Virrey de Nueva España y del Perú, cuando murió en Lima fue necesario que la Audiencia le enterrase de limosna, porque las que él había dado le pusieron en aquel estado”, y de la Condesa doña Inés de Velasco y Aragón  hija de Iñigo Fernández de Velasco, Condestable de Castilla, IV Duque de Frías y de la Duquesa doña Ana Ángela de Aragón.

Nació el sábado, 9 de junio de 1584 en la villa zamorana de Villalpando (404), en el palacio de los Condestables de Castilla (405) (406), este palacio fue con anterioridad el primitivo castillo de los Velasco, de estilo gótico fue realizado en el siglo XII. En el siglo XV fue incendiado por los Comuneros, y sobre sus ruinas su abuelo materno, el Condestable don Iñigo de Tovar y Velasco, IV Duque de Frías, levantó otro palacio, conocido como el palacio de los Condestables de Castilla, siendo reformado en el siglo XVI. Estaba rodeado por un foso y disponía de tres pisos y los subterráneos. Actualmente solo quedan restos de dos muros exteriores y parte de un torreón, al margen de la carretera que une Villalpando con la villa vallisoletana de Medina de Rioseco.

Doña Inés de Zúñiga fue bautizada en la iglesia de San Miguel (407) (408), hoy también en ruinas, su partida de bautismo se guardó en Villalpando hasta que pasó a formar parte del archivo diocesano de Zamora. Tuvo tres hermanos, dos mujeres y un hombre, de los cuales ella y el varón se casaron y las otras dos hermanas una quedó soltera y la otra fue monja. El hermano, don Manuel de Fonseca y Zúñiga (409), se caso con una hermana de su marido, doña Leonor María de Guzmán y Pimentel (410), era conocido por diferentes nombres en la época, fue el VI Conde de Monterrey, Grande de España, Virrey de Nápoles, embajador de España en varios países y fundador del convento de las Agustinas y de la iglesia de la Purísima de Salamanca.

Inés paso su infancia en Villalpando (411) y recibió una educación esmerada con profesores particulares acorde a su categoría social, lo que le llevo a ser dama de honor y Camarera Mayor de la Reina Margarita de Austria (412), esposa del Rey Felipe III (413). Es en este círculo es donde la conoce y comienza a cortejarla su impetuoso primo don Gaspar de Guzmán y Pimentel, más conocido como, Conde Duque de Olivares, y como valido de Felipe IV (414).

 

Su vida, familia, religiosidad y estancia en Palacio

En 1607 contrajo matrimonio con su primo don Gaspar de Guzmán (415), el enlace había sido planeado y cerrado meses antes por su madre, la Condesa de Monterrey y el que sería su suegro don Enrique de Guzmán, II Conde de Olivares (416).

Debió sufrir mucho doña Inés en los primeros tiempos de su matrimonio, aquellos años de tertulias culturales y mecenazgo en Sevilla y de la vida esplendorosa en Madrid, en el bullicioso ambiente de cortesanos y poetas, años llenos de enredos de su marido y de los que resultó el hijo ilegítimo que tanto dio luego que hablar. Pero su discreción y su actitud fue poco a poco creando, la atmósfera propicia en el matrimonio.

La Condesa de Olivares tuvo tres hijos, el primero don Alonso de Guzmán y la tercera doña Inés de Guzmán, murieron a muy poca edad y están sepultados en la Cripta de la Colegiata de Olivares,(así lo afirma don Gaspar en su testamento), y la segunda doña María de Guzmán (417), siendo por ello sucesora de su Casa.

María nació el martes 27 de octubre de 1609, fue criada y educada entre Sevilla y Madrid por su madre doña Inés. Siendo muy jovencita llego a ser dama de de la Reina Isabel de Borbón y al cumplir los 16 años se decidió casarla, cosa muy habitual en la época para el matrimonio de la mujer.

Entre los muchos pretendientes que tuvo la joven María, su padre se decidió por el Marqués de Toral, don Ramiro Núñez de Guzmán (418), con el que tenía parentesco.

En 1624, el Conde de Olivares obtuvo de Felipe IV la concesión del título del Marquesado de Heliche para su única heredera en ese momento, su hija María. Este marquesado sería el regalo de boda de los Condes de Olivares a su hija

El 10 de octubre de 1624 se formalizo la escritura de capitulaciones y contrato matrimoniales entre don Gaspar, Conde de Olivares y doña Francisca de Guzmán, Marquesa de Toral, que acordaban la boda sus hijos María y Ramiro.

Con motivo de la boda, el Conde de Olivares también llevo a cabo la fundación de un nuevo Mayorazgo para su hija, que quedaba vinculado a ella y a los descendientes de su matrimonio, con el nombre de (419) Mayorazgo de Medina de las Torres, para lo cual adquirió la villa pacense del mismo nombre y a la que hizo ducado.

La boda de estos jóvenes nobles se celebro el 9 de enero de 1625, en la capilla Real.

Unos meses después de contraer matrimonio la hija de los Condes de Olivares quedó embarazada, lo que causo una inmensa alegría en sus padres, en julio de 1626 María de Guzmán dio a luz una niña  a la que se le puso por nombre Isabel María en honor a la Reina. Pero todo cambio en pocos días ya que la pequeña murió, fue un parto difícil y se temió que la madre no lo pudiera superar. Mejoró y cuando todo hacía pensar que superaría este trance, a los pocos días sufrió un accidente imprevisto y mortal.

La muerte de María, la hija recién casada, unió más a los esposos y a partir de esta tragedia fue tan perfecta la unión, que doña Inés tuvo tanta parte como el mismo don Gaspar en el reconocimiento y protección al hijo de los amores ilícitos, Julián Valcárcel, convertido de repente en don Enrique Felípez de Guzmán (420). El documento en el que el Conde Duque daba noticia pública de este reconocimiento empezaba diciendo que lo hacía, así como la boda con la hija del Condestable de Castilla, por “las repetidas instancias de la Condesa mi mujer, que con el amor, ansia y afecto ejemplar y grande de mi memoria”, y la conducta de ella hacia el hijo nuevo fue maternal, incluso después de la muerte de don Gaspar.

Doña Inés era religiosísima y sus continuas devociones influyeron en que su marido el Conde también las tuviese. Los distintos monasterios y conventos que los Condes de Olivares fundaron, como el franciscano de Olivares en 1626 bajo la advocación de la Expectación de Nuestra Señora (421), el de la Inmaculada Concepción de Castilleja de la Cuesta en 1626 (422), el de Nuestra Señora del Buen Suceso o del Tardón  en Aznalcollar en 1634 (423) o el Monasterio de Dominicas Recoletas de Loeches en 1640 (424), se erigieron  por deseo principal de la Condesa, pues según Martínez Calderón, “su mayor desahogo, holgura y fiesta era visitar a las santas religiosas que, habiendo sido elegidas por su mano, bien se deja considerar cómo serán”. Vivía, a pesar de sus altos puestos en el Alcázar de Madrid (425), “como si fuera ella verdaderamente religiosa, apartada de las cosas del siglo”. Francisco de Quevedo (426), en una carta, ensalza sus virtudes y Lope de Vega (427), al dedicarle su obra Triunfos divinos, le decía: “Triunfos divinos consagro a Vuestra Exelencia, debido a sus virtudes, escritos a su devoción y dignos de su entendimiento”.

Fue nombrada Camarera Mayor de la Reina Isabel de Borbón (428) y luego Aya del Príncipe heredero Baltasar Carlos (429), siendo los Condes de Olivares sus padrinos de bautizo. El genealogista de Olivares, Martínez Calderón, aseguraba que “la Condesa hacía servir y servía ella misma a la Reina con veneración y autoridad jamás vistas”, los enemigos de Olivares, como el religioso Ippolito Camillo Guidi (430), por el contrario, decía que “la Condesa a la Reina tenía en tanta sujeción que sólo en la apariencia era Reina y experimentaba todas las desdichas de una miserable esclava”. Posiblemente la verdad de todo este asunto estaría justo en medio. La excesiva rigidez y devoción de la Condesa de Olivares debía ser un tanto molesta a la familia real, que aunque muy católica, era fundamentalmente frívola, sobre todo la Reina. A esta monotonía contra un sistema de vida demasiado severo y religioso, debió unirse la reacción de independencia ante el poder de los Condes, que se colmó cuando don Gaspar pretendió poner casa al Príncipe y que fuera su Ayo el hijo recién reconocido don Enrique Felípez de Guzmán. La debilidad enfermiza de Felipe IV le consentía todo a la familia Olivares, pero la Reina, cuyo carácter adquiría entereza conforme avanzaba en edad, lo consentiría. Si hubo, además de estos motivos, otros de orden político en la campaña que la Reina doña Isabel de Borbón dirigió contra los Condes Duques.

Don Gaspar, en su testamento de 1642, refiriéndose a doña Inés le pide “particular y afectuosamente perdón de las pesadumbres y disgustos que la he dado, tan poco merecidos por su buena compañía y por la ayuda que en ella he tenido”. Pero, en esa fecha, doña Inés aún no había dado a su marido la prueba mayor de esa ayuda, fue con ocasión de su caída y destierro cuando lo hizo. Estaba ella en Loeches cuando el Conde Duque, ya decidido a abandonar el Poder, salió de Palacio, y en este trance, de dolor infinito para él, fue su primer cuidado llamarla, decía  Guidi que “no le pareció a propósito  en tanta congoja, desahogarse con otra persona que con su mujer”.

En el año 1636 estuvo la Condesa muy enferma y se creyó probable que muriera, todo fueron cábalas en la Corte de quién sería la nueva esposa de don Gaspar. Novoa, con crudeza que refleja bien hasta qué punto era pública la preocupación del Valido, dice: “Mirábase en esto el fin de la importantísima sucesión y que fuesen todas la mujeres parideras para que con poco trabajo se surtiere a tan gran beneficio y cosa tan deseada”. Lo del “poco trabajo” era alusión maligna a que el Conde estaba tan ocupado en los negocios públicos que “no podía acudir bien al fin y a la sucesión del matrimonio”. Todo se arregló con la curación de doña Inés.

Sobre su fisonomía, tenemos conocimiento de varios cuadros donde aparece la Condesa, uno de ellos se encuentra en el Museo Lázaro Galdiano de Madrid (431), donde se le representa en edad juvenil, de Juan Carreño de Miranda. Hay otro de autor desconocido, en la capilla del sagrario de la Colegiata de Olivares, llamado “La bendición de San Blas” (432), donde aparece arrodillada y orando  junto a su hija María mientras que San Blas le da su bendición. Existe también, una miniatura (433), que se encuentra en la colección privada del Duque del Infantado, en la que aparece con un rostro bondadoso, parecido a algunos retratos de Isabel la Católica. Se atribuye al pincel de Velázquez, un cuadro que se encuentra en la Gemäldegalerie de Berlín (434), en el que aparece apoyada a un sillón, ya en edad madura y vestida con traje negro.

 

Siempre fue el gran apoyo de su marido

El escritor, historiador y Ayuda de Cámara de Felipe IV, Matías de Novoa describió así el momento en que doña Inés recibió la noticia de la caída en desgracia de su marido: “Persona que se halló en Loeches y que lo vio por vista de sus ojos dice que, saliendo la Condesa de visitar las monjas y sentándose a la mesa para comer, a la misma hora llegó un papel del Conde en que le daba cuenta de todo y le decía la determinación del Rey, y afirma que no sólo los colores de la cara, sino los que se ponía, que eran muy grandes, como se usa en Palacio, todos se le perdieron, sin quedarle ninguno, y que pareció difunta, que dejó la mesa y, sin comer bocado, pidió el coche para ir a Madrid y que en el camino se encontró a don Enrique Felipe (el hijo del Conde), que apenas le había durado un año la fortuna y… volvieron a Palacio, adonde llegaron a media noche” .

Cuando describa aquellos días, comento las gestiones y trabajos de la buena esposa, apenas llegó a Madrid, no para tratar, como entonces se dijo, de revocar la dimisión del Valido, que era cosa concertada, sino, sin duda, para lograr la continuación de ella en Palacio, bien sea como camarera de la Reina, como Aya del Príncipe o de las Infantas. Sabía doña Inés que, mientras estuviese allí, no se rompería el hilo que ataba a su marido con el favor real, y sabía también que ella sería la guardadora del honor del Conde Duque.

Así lo convino con el Rey, y hoy se sabe con certeza. Y allí quedó, desde los días de enero de 1643 en que empezó el destierro del primer ministro, hasta noviembre del mismo año en que roto, por influencias de otros, el compromiso regio, tuvo ella también que salir de palacio. Su permanencia al lado de los reyes fue, día a día un verdadero sacrificio. Durante todos estos meses contó, en silencio, con la buena voluntad del Rey, que no se hallaba sin su Valido y creía en su interior, que el destierro no duraría mucho. Doña Inés, sin apenas autoridad, tuvo que resignarse y por servir a su esposo, soporto a que el pueblo y los nobles, arrojasen sobre ella todo el odio que le tenían a su marido. Numerosos fueron los casos de humillación, desagravios e insultos los que sufrió doña Inés, como el ocurrido en la procesión de Palacio, el día de la Visitación, llevaba la Condesa la cola de la Reina y, al pasar, la insultaron unas mujeres que presenciaban la ceremonia. Y otro tanto ocurrió cuando, el día de San Blas, fueron los reyes a la ermita de este santo en el campo de Atocha: “los muchachos la silbaron y dieron gritos diciéndole: “¡Métete!”, que es como si hoy dijeran: ¡Que se vaya!”. Otra vez fueron unas tapadas que, en el propio Palacio, se acercaron a las damas que rodeaban a la Reina, que iba con la Condesa, y le dijeron: “Bellacas, ¿cómo sois para tan poco que no echáis a esta mona de casa?” y ellas respondieron: “Harto hacemos, y no podemos más, pero ella se irá”. La Condesa se echó a los pies del Rey, quejándose de cómo la trataban, y el Rey le dijo: “Condesa, ya os he dicho que embarazáis y que no he de castigar a un pueblo que tiene razón”. En la fiesta del Santísimo Sacramento, en la que hubo también procesión por los corredores de Palacio, un clérigo se hinco de rodillas delante del Santísimo y a grandes voces le dio gracias por haberse ido el Conde Duque, y luego, con frases “no tan devotas”, insultó a la infeliz doña Inés . Los criados de Palacio se negaban a servirla. Y, finalmente, un día de solemne procesión, con motivo de la proclamación de la Virgen como Patrona del Reino, al salir la reina de Palacio y subir a su carroza, Margarita de Saboya, Duquesa de Mantua (435) obligó a doña Isabel a que la Condesa de Olivares dejase su asiento habitual y fuera al estribo, aunque por dentro. “Obedeció doña Inés y fue bien mortificada”.

Todo lo sufría con paciencia la Condesa infeliz, con la esperanza puesta en la rehabilitación de su marido. Pero sus rivales trabajaban sin cesar, temerosos de que su estancia en Palacio fuera, indicio de que no se había extinguido la inclinación del rey hacia Olivares. En el final de sus días en palacio conoció a una nueva adversaria, detrás de sí, era la monja Sor María Jesús de Agreda (436), con la que se comunicaba Felipe IV camino de Zaragoza, donde viajaba hacia Cataluña, al frente de su ejército.

 

El destierro de doña Inés

Los partidarios contrarios al Conde Duque, viendo que la bondad del Rey defendía al ministro, a su mujer y familia, acudieron, a una estratagema a la que siempre era sensible Felipe IV. Le dijeron, utilizando a clérigos y frailes sin escrúpulos, que sabían “por revelación” que era preciso arrojar definitivamente a la familia malvada. El Monarca, acongojado, escribió a Sor María Jesús de Agreda el 3 de octubre de 1643, contándole la noticia de estas revelaciones “contra algunos, refiriéndose a don Gaspar y doña Inés que verdaderamente no son malos ni les he reconocido nunca cosa que pudiera dañar a mi servicio”. Pero el ambiente popular había llegado hasta el pueblecito que se abriga del Moncayo, la localidad soriana de Agreda (437), y había penetrado en el convento humilde de la Concepción Descalza (438) que rectoraba la venerable Madre, y ésta, sin perder tiempo, el 13 del mismo mes, contesta a su regio consultor, eludiendo hábilmente lo de las revelaciones, pero afirmando que “esas pasiones que hablaron a V. M. pudieron tener otro motivo, fundando en el común sentir del mundo, que abomina del gobierno pasado, y como tan aprisa no se ven buenos sucesos y aciertos, paréceles que gobierna quien gobernó antes: pues han de favorecer los que están a la vista de V. M. al que los puso en ella, y también la carne y sangre de su oficio, y no fuera desacertado dar una prudente satisfacción al mundo que la pide, porque V. M. necesita de él”. La alusión a doña Inés y los suyos era bien clara. Y la opinión de Sor María equivalía a una sentencia. Tres días tardó sólo el rey en contestarla así: “En lo que toca a apartarme del camino y modo del gobierno pasado, estoy resuelto. Y aunque no faltan personas que quieran ostentar algún valimiento (pues esto es cosa muy natural en los hombres), viven engañados… y espero que luego llegarán a vuestra noticia y de todos, nuevas que acrediten mi verdad y aseguren al mundo que lo pasado se acabó; porque, aunque en realidad de verdad esto es cierto, hay quien lo duda, y así he resuelto que los efectos les muestren mi verdad”.

Obedeció Felipe IV al nuevo mandato de la religiosa y salió al punto de Zaragoza la orden de que abandonara Palacio la Condesa, que había quedado en Madrid, y pocos días después, el 3 de noviembre, se ordenó también la salida al hijo del ex ministro, don Enrique Felípez de Guzmán, que acompañaba al Rey en la jornada.

Se dijo por entonces que la ansiada expulsión de los Olivares se debió a un Memorial que el Reino de Aragón entregó al Monarca, y también a que se descubrieron unas cartas del Conde Duque, delatadoras de una conspiración que dirigía para volver al poder. Nada de esto paso, todo fu inventiva de los instigadores, hoy sabemos que no hubo otra causa que la orden de Sor María Jesús de Agreda.

Hay varias descripciones dramáticas de la salida de Palacio de doña Inés. La verdad se conoce por las cartas del ejecutor de la orden regía, que fue, para mayor dolor, el propio don José González, secretario del Conde Duque de Olivares. Con doña Juana de Velasco, su nuera, salió con amargura y desazón hacia su casa-palacio de Loeches (439), de donde hubo de salir por orden superior y por su propia voluntad para unirse con su marido, pocos días después hasta Toro.

El viaje de Loeches a Toro, a últimos de noviembre, fue penosísimo. El paso por la sierra de Guadarrama estaba cerrado por aquellas nevadas, en las que los caminos se perdían. Murió helado un paje y se accidento el capellán, al fin, sin lograr pasar el puerto, tuvieron los tristes viajeros, medio congelados, que volverse a El Escorial. A los pocos días, mejoro el tiempo y volvieron hacia Toro, al llegar a la ciudad zamorana, encontraron a don Gaspar, que ya sabía la nueva, derrotado y herido de profunda melancolía.

El pueblo creyó que a partir del destierro de doña Inés había cesado por completo su relación con el Monarca, pero no fue así. Es probable que, políticamente, el Rey estuviera, desde la salida del Conde Duque, libre de la influencia del matrimonio. Así lo indican las líneas de la carta de don Felipe a Sor María de Agreda, “Aunque en realidad de verdad esto es cierto, la exclusión de Olivares, hay quien lo duda”. Pero, en el fondo, a pesar de la opinión de todos y de las inspiraciones de la monja, seguía queriéndoles y mantuvo con ellos correspondencia mientras estuvo en Toro, dándoles cuenta, como a buenos amigos, de sus sucesos prósperos y adversos. Resumimos, una de estas cartas del Rey, esenciales para nuestra historia, enviada desde la villa oscense de Sariñena a Toro, en 17 de marzo de 1644:

“Condesa: No he querido dejar de escribiros estos renglones para daros cuenta de la victoria que Dios N. S. ha dado a mis armas junto a Lérida, estando cierto de que os holgaréis con esta nueva, que, sin duda, es la mejor que hoy podíamos recibir… A vuestro marido le hago relación sucinta del caso y allí podréis ver cómo fue”.

Es decir, que no sólo le escribía a ella, sino a don Gaspar, y no por mera cortesía, sino relatándole los sucesos de la guerra. Las respuestas de la Condesa al Rey confirman la relación excelente que les unió, a pesar del destierro.

 

Viuda en Loeches

Tras fallecer don Gaspar y terminados los funerales en Toro, se adelantó a Loeches, adonde llegó el 5 de agosto de 1645 para preparar el enterramiento del Conde Duque, que se hizo varios días después.

Allí se quedó, acompañada de su hijo don Enrique Felípez y de su nuera doña Juana de Velasco. Su posición económica era modesta. Su vida, tan apartada, por lo que se dijo que ingresaría como monja, en un convento. Empleaba sus días en rezar en el templo donde yacían, allá abajo en la húmeda cripta, los restos de don Gaspar y los de su hija María, en recibir las visitas de sus familiares y amigos, “que eran más de los que se pensaba”, y de los jesuitas, sobre todo las de su confesor el Padre Martínez Ripalda, y en pleitear por el testamento con sus familiares. Sabemos por Matías de Novoa que Felipe IV fue un día también con pretexto “de ver un juego de armas”, pero, seguramente, para demostrarle, su noble afecto.

A principios de 1646, doña Inés se presentó en Madrid, sin orden del Rey, “a la solicitud de sus pleitos”. Da la noticia el mismo Novoa, con una metáfora afortunada, aunque siempre maligna, “Las reliquias de los Validos de nuestro tiempo, escribe, se dejaron ver en los contornos o márgenes de la Corte, como las tablas de los navíos deshechos o derrotados de las tormentas que arroja el mar a las orillas”. Quiso ver al Monarca, y éste, siempre bueno y siempre débil, para que no la viesen entrar en Palacio, “fue al Retiro con el Príncipe y, apartado de él, la oyó una hora larga”.

El ayuda de cámara, decía que había una conjura del Conde de Monterrey para que doña Inés volviera a Palacio a ser camarera “de la Reina nueva que venía de Alemania”. Pero la Condesa, ya mayor y llena de preocupaciones, no tuvo deseos de volver. Además, ya conocía el testamento que el Conde Duque escribió en 1642 y que estuvo hasta poco antes cerrado, en él, don Gaspar le aconseja, a su muerte, “dejar la Corte por los inconvenientes grandes que de la asistencia en ella pueden seguirse”, y que “su parecer es que se retire” del servicio real. Doña Inés, tan devota de su marido, no quiso contrariar, la voluntad de su amado marido ya muerto.

 

Muerte de doña Inés

La fantasía de la gente suponía ya que era inminente su vuelta al Alcázar, porque el Rey y la Infanta la querían. Pero la verdad es que ella, sin ambiciones, cuidaba sólo de su alma y de los intereses de su sucesión. En los últimos meses de su vida se estableció en Madrid, “en una casa muy moderada, en la calle de Alcalá, cerca del Prado, frontera de los Caños de Agua”. Su hijo don Enrique Felípez había muerto, y ella, muy achacosa, necesitaba cuidados continuos. La asistieron los doctores Gaseo y Cupi, a los que dejaba, además de sus salarios, 500 reales en su testamento, y el doctor Montoya, sin duda el de cabecera, al que lego 1.000 reales. Hasta última hora estuvo preocupada con sus pleitos, añadiendo otorgamientos y codicilos a sus disposiciones testamentarias, el último, veinticuatro horas antes de morir, no lo pudo firmar y lo hizo por ella su confesor.

Dejó concertada la boda de su nieto don Gaspar Felípez de Guzmán y Velasco, el Marquesito de Mairena, de algo más de cinco meses, con doña Francisca de Zúñiga y Fonseca, de siete meses, hija del Marqués de Tarazona y nieta del Marqués de Leganés. Con esto quedó tranquila, pensando que el afán de perpetuar la insigne Casa estaba cumplido y asegurado. Murió a las siete de la tarde del día siguiente, el martes10 de septiembre de 1647, a la edad de sesenta y tres años. No conocería, que los ternísimos novios murieron, pocos meses después, y los dos, por azar notable, en el mismo día, el 27 de febrero de 1648. La Condesa fue enterrada en Loeches, al lado de don Gaspar (440).

Así fue la vida y muerte de doña Inés, tuvo gran carácter, austeridad, bondad y virtudes, estas mujeres de las que Pérez Galdós creó el prototipo en su inmortal Doña Perfecta.